Agua // Sebastián Verlac

Después de horas, paseando sin rumbo y chapoteando sin querer en los charcos hechos por la lluvia, Izzy entró en el Instituto. Su atuendo negro como la noche tenía gotas abrazándonse a cada uno de los pliegues de la chaqueta, de los pantalones, de la camisa y del discreto collar que había decidido ponerse esa ocasión. Sacudió su cabello, de color que hacía juego perfecto con su ropa y miles de gotitas salieron disparadas en todas direcciones. Izzy rió por lo bajo, le había dado la impresión de parecerse a ese estúpido San Bernardo que había visto alguna vez en la televisión.

Frotó sus manos contra los brazos, mantenindo ambos cálidos por la fricción ejercida y comenzó a subir los escalones, uno por uno, contándolos por apatía, por aburrimiento e indecisión. Su mirada subía y bajaba alternadamente, siguiendo, vacilante, el danzar de las luces amarillas que adornaban el box de las escaleras y evitaban que la gente cayera, cosa más común de lo que en verdad se piensa.

Iba haciendo todo sin ver, no porque andase deprimida -lo que no estaba-, sino que las cosas le generaban un aburrimiento colosal ese día. Desde la idílica relación entre Clary y Jace, hasta la cocinilla que había visto ese día en el mercado de pulgas y que la vendedora se empecinaba en llamar cocinita. Todo, absolutamente todo, le resultaba insípido hasta el punto de cuestionarse si la insípida era ella.

Llegó a su cuarto, con el mismo raro humor, esperando poder acostarse en su cama pese a estar empapada, abrió la puerta y tiró la chaqueta por un lado, las botas del otro y se lanzó en la cama, conseguiría el sueño incluso si tuviese que arrastrar a las mil, malditas ovejas. Iba a entregarse a los brazos de Morfeo cuando oyó varios toques en la puerta

-¿¡QUIEEEEN!?- gritó exasperada-